Nuestra actual Constitución, redactada en 1980 durante la dictadura militar –e insuficientemente reformada en democracia, el año 2005–, exhibe evidentes ineficiencias de origen y de ejercicio. La protesta social y el consecuente plebiscito de reforma abrieron
una hoja de ruta para su reemplazo. Ahora, en pleno momento constituyente, surge la interrogante de dónde poner los acentos de este cambio institucional.
En nuestra opinión, la reforma constitucional debiese discutir tres ejes fundamentales: el concepto de Estado, el sistema de Gobierno y el catálogo de derechos.
En primer lugar, la noción de Estado debe modernizarse. La Constitución determina la forma del Estado, es decir, la manera en que este se relaciona con sus elementos constitutivos: pueblo y territorio. Al respecto, el Estado chileno tiene un carácter extremadamente centralista, lo cual va en dirección contraria a la evolución de los Estados modernos. Estos han optado por la mantención de los Estados unitarios, es decir, el control único del territorio, pero con importantes
elementos de descentralización y autonomía, tanto en términos políticos como financieros.
Asimismo, el tratamiento del Estado hacia los pueblos originarios también está desactualizado comparado con la experiencia internacional. El Estado chileno ha mostrado un rezago histórico respecto a sus derechos esenciales, tanto en la firma de acuerdos
no-discriminatorios como en la implementación de políticas afirmativas. En breve, el Estado chileno actual recoge tendencias centralistas más propias del siglo 19 que de los Estados modernos, los cuales ponen especial énfasis en la desconcentración del poder, tanto territorial como cultural.
Es segundo lugar, Chile ha tenido históricamente un sistema de gobierno presidencial. En el presidencialismo, el jefe de Estado se elige por votación popular y su Gobierno no necesita de la confianza del Congreso; lo contrario es el parlamentarismo, donde el Gobierno es elegido y requiere de la confianza del Congreso. Los sistemas presidenciales, no obstante, tienen importantes diferencias entre ellos. Mientras que en Estados Unidos existe un equilibrado balance entre el Ejecutivo y el Legislativo, en Latinoamérica la Presidencia detenta más poder que el Congreso. En particular, Chile es uno de los países donde el Presidente cuenta con más facultades para intervenir en la labor del Congreso. Por esa razón, nuestro sistema de gobierno se ha definido como hiper-presidencial.
El sistema presidencial genera más estabilidad, dado que una estricta separación de poderes dificulta el cambio político. Pero dicha estabilidad puede devenir fácilmente en rigidez. En países multipartidistas, es usual que el Presidente y el Congreso sean de coaliciones distintas, lo cual esclerosa la toma de decisiones. Esta es justamente una crítica que ha recibido nuestro modelo de gobierno, que no ha permitido llevar a cabo
reformas estructurales en las últimas tres décadas. Adicionalmente, la rigidez del sistema presidencial no permite una solución al conflicto político y social, situación que también estamos evidenciando hoy en día. El parlamentarismo exhibe ventajas respecto a estos asuntos, dado que se apoya en una mayoría legislativa que puede implementar cambios y, al mismo tiempo, posee flexibilidad para modificar el Gobierno en momentos de crisis.
Por otra parte, las democracias parlamentarias construyen una representatividad de mayorías estables y un sistema de partidos fuertes, los que pueden empujar los intereses generales de los electores hacia la provisión de bienes públicos. El sistema presidencial, en cambio, prioriza la focalización en grupos minoritarios. Por esta razón, los sistemas presidenciales tienen un menor gasto de Gobierno, problema que, según varios economistas, exhibe nuestro país hace
más de dos décadas. De manera adicional, los sistemas parlamentarios muestran mejores índices económicos, desde inflación y crecimiento hasta desigualdad. En este contexto, sería importante revisar el carácter extremadamente presidencial del nuestro actual modelo de gobierno.
En tercer lugar, debemos reformar el sistema de derechos. La Constitución chilena es muy particular a este respecto, dado que no solo reconoce los derechos, sino que se encarga de estipular quién puede proveerlos. La provisión de bienes públicos se entrega a los privados y al mercado, y, solo en caso en que estos no puedan, el deber recae en el Estado. Es decir, crea en la práctica un “Estado subsidiario”. En todo el mundo, los derechos sociales y económicos son positivos, en cuanto obligan al Estado; en nuestro país son negativos, dado que evitan la concurrencia del Estado. Resulta sintomático que el Estado subsidiario esté operando en los sectores económicos más criticados, como son pensiones, salud y educación.
El Estado subsidiario es una aberración jurídica que, sin duda, desaparecerá de nuestra próxima Constitución. Pero aún queda por despejar la pregunta sobre el sistema de derechos a implementar. Algunos han propuesto que la Constitución debe ser “mínima”, es decir, garantizar plenamente derechos individuales, pero restringir los derechos sociales. Esta idea proviene del antiguo constitucionalismo liberal, cuyo objetivo era limitar la acción del Gobierno en favor de los individuos. El constitucionalismo moderno complementa esta protección con el deber de los Gobiernos de proveer bienes públicos. La experiencia ha mostrado que ambas pulsiones, libertad individual y responsabilidades sociales de los Gobiernos, no son contradictorias. En este sentido, una Constitución mínima es un anacronismo.
El número de derechos ha aumentado de manera sistemática en el mundo, en todas las regiones y bajo cualquier tipo de Gobierno. Si bien el total de derechos reconocidos constitucionalmente se ha duplicado en el último medio siglo, Chile posee un número de derechos por debajo del promedio mundial. El año 2010, nuestro país se ubicaba en el número 108 de la clasificación mundial de derechos, de un total de 186 países; ningún otro país en Latinoamérica tiene actualmente una cantidad de derechos tan reducido. En este contexto, parece razonable revisar cómo expandir y modernizar nuestra Carta de Derechos.
Este artículo fue originalmente publicado en Boletín Economía & Gestión del Departamento de Ingeniería Industrial – Universidad de Chile.