España es un país con una moderna infraestructura de transporte. Tal vez demasiado moderna, pues el país invirtió en exceso en el sector, lo que le ha causado problemas fiscales al Estado.
La sobreinversión es clara, al observar que España, un país de un tamaño bastante menor a Chile, es el tercer país del mundo con más vialidad de alta capacidad, con 30 km por cada 100.000 personas, el doble de Alemania, cuna de las autopistas modernas. Algo similar ocurre en el ámbito de los ferrocarriles de alta velocidad, pues España tiene un kilómetro de vías ferrovarias por cada 11.800 personas, contra 12 kilómetro por cada 158.121 habitantes en Japón y 61.400 en Francia. Cabe destacar que ambos países cuentan con buenos servicios de trenes rápidos.
Similar fenómeno ocurre en los puertos marítimos. En España existen muchos puertos, entre ellos once puertos en los que se invirtieron casi €6 mil millones en el período 1993-2010. Estos once puertos tienen tasas de ocupación inferiores al 40%, contra un tasa eficiente de 60-70%. Un caso extremo es el de los puertos de Gijón y La Coruña, en los que se invirtieron casi € 1.6 mil millones y que tienen tasas de ocupación inferiores al 3%. Esta sobreinversión tiene costos: durante la crisis financiera, España no tuvo los recursos para realizar mantenimiento necesario en las vías públicas de gran capacidad (autovías). Ahora se requieren unos US$ 6.000 millones para devolverlas a una calidad aceptable.
Luego de este gasto exagerado, España no requiere más inversión en infraestructura de transporte, salvo acaso obras específicas. En este contexto surge la pregunta ¿Cuál debería ser la política apropiada para el transporte e infraestructura de España? FEDEA, un centro de estudios español que es financiado por las principales empresas de España, solicitó a Eduardo Engel, Alexander Galetovic y a mí proponer políticas públicas en esta materia. El trabajo fue publicado en la colección de Fedea Policy Papers. El enfoque utilizado en nuestra propuesta es conceptualmente sencillo: una política pública de transporte para España basada en principios económicos básicos, e incorporando externalidades de medio ambiente y el costo de los recursos públicos, con el objeto de reducir las distorsiones que existen en el sector.
Por ejemplo, un error de la política pública en España ha sido invertir y promover el ferrocarril (bajo la premisa de que es un medio de transporte más eficiente y ambientalmente amigable), al mismo tiempo que se subsidia implícitamente el transporte de pasajeros por automóvil y la carga por camión. Dado que en las autovías no se paga peaje, el Estado debe destinar recursos al mantenimiento y la operación de esas vías: es decir, se subsidia al transporte vial en desmedro del ferrocarril, que debe usar sus propios recursos para pagar por mantenimiento y operación.
Supuestamente el impuesto a los combustibles provee los recursos para la operación y mantención de autovías pero este razonamiento tiene un error conceptual pues no considera un futuro con automóviles eléctricos. En este caso ¿De dónde provendrían los recursos para el mantenimiento? El ingreso por impuesto a los combustibles (o a las emisiones de carbono), debería ser un impuesto que contribuye a los fondos generales del Estado, para paliar los efectos del calentamiento global producido por las emisiones de carbono. Además, en ciudades o sus cercanías se pueden generar ingresos adicionales a beneficio local o provincial mediante tarifas por congestión. Si bien estas medidas parecerían castigar al transporte vial, lo que hacen es incorporar a las decisiones de los conductores y transportistas el costo social de usar esos medios.
El estado español, al subsidiar el transporte vial, necesariamente debe elevar los subsidios al transporte ferroviario en compensación. Es decir, el Estado primero tiene costos por el subsidio implícito al transporte vial y luego debe incurrir en gastos adicionales para subsidiar aún más al ferrocarril.
Nuestra recomendación en autovías es un peaje para su conservación que solo pagarían los vehículos pesados, por ser los que causan el daño a la superficie rodante. A este cobro se sumaría un peaje que cubre los costos de operación, que debe ser pagado por todos los usuarios, incluyendo automóviles eléctricos. Asimismo, los combustibles deberían pagar un impuesto con un valor igual al impacto global de las emisiones de carbono.
Por último, en ciudades y sus aproximaciones existirían peajes de congestión en las horas de punta. En el caso de ferrocarriles, en que el sistema está subutilizado, no se deberían realizar inversiones adicionales, salvo en casos específicos, y solo luego de un análisis de rentabilidad social de los proyectos que muestre que son provechosos para la sociedad. Es posible, por ejemplo, que sea rentable invertir en estandarizar la trocha (ancho) en una fracción de la red de ferrocarriles, para permitirle competir con el transporte por camión. Suponiendo que se han corregido las externalidades del transporte vial, los subsidios al ferrocarril deben reevaluarse y reducirse.
Otro de los efectos negativos de las políticas llevadas a cabo en España es que el apoyo al ferrocarril, lejos de reducir la dependencia del automóvil, solo tuvo el efecto de reducir el número de pasajeros de los buses interurbanos. A este efecto no deseado contribuye la forma en que se asignan los recorridos de buses en España, y que corresponden a épocas pretéritas: las empresas compiten por recibir grupos de recorridos que incluyen tramos rentables y no rentables, de manera de tener subsidios cruzados. El problema es que el ferrocarril rápido compite con ventaja de precios y confort en los recorridos rentables, lo que no permite que las empresas de buses obtengan los excedentes que les permitan financiar los tramos no rentables.
La recomendación en ese caso es, primero, subastar grupos de recorridos que incluyan solo trayectos no rentables, permitiendo la competencia en los recorridos potencialmente rentables. Con el objeto de financiar los recorridos no rentables, que ofrecen transporte público a localidades rurales, se deben entregar subsidios de movilidad a las
Comunidades (provincias) delegando a ellas la decisión de como asignarlos entre los distintos recorridos, decidiendo su calidad y frecuencia.
En el caso de puertos, además de sobreinversión, que hará necesario buscar un nuevo destino para algunos puertos, existe una serie de distorsiones en la tarificación de los servicios portuarios.
En este caso, no parece haber un principio general de tarificación que permita el uso eficiente del espacio portuario. Asimismo, las posibilidades de adecuar tarifas para atraer carga están limitadas por criterios históricos, lo que hace que los puertos que enfrentan menor demanda tengan dificultades para competir por la carga de aquellos puertos que enfrentan más demanda.
En el trabajo se hacen recomendaciones tales como eliminar estas limitaciones a la competencia interportuaria, establecer tarifas que incentiven la eficiencia en el uso de los puertos más demandados, dividir los puertos principales entregando áreas a un operador único que realice todas las operaciones y desregular la estiba. Y por supuesto, no seguir invirtiendo en puertos sin futuro, y estudiar como reutilizar esas inversiones para otros fines.
En el caso de aeropuertos, pese a existir sobreinversión (especialmente en aeropuertos privados como el famoso caso del aeropuerto de Villareal), el sistema regulatorio es apropiado, por lo que no se proponen cambios sustanciales en el sector.
El trabajo también propone la creación de una agencia del Estado que vise la rentabilidad social de los proyectos de infraestructura pública (incluyendo externalidades ambientales de ruido, contaminación, emisiones de carbono, efectos sobre el paisaje y acceso a localidades aisladas) antes de poder ser financiados. Así tal vez se pueda evitar repetir los errores de política pública de infraestructura que han sido tan costosos en España y que han generado tantos puertos, aeropuertos, autovías y tres rápidos que hoy son elefantes blancos.