Por Alejandro Corvalán.
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En redes sociales se está produciendo un interesante debate sobre cuál sería la forma “justa y coherente” del voto en el plebiscito de abril. Para muchos, el mecanismo ideal debiera ser uno donde se incluyan las tres alternativas –rechazo, apruebo comisión mixta, apruebo comisión constituyente– en una única cédula electoral. El argumento de esta propuesta es que quienes votan rechazo no deberían elegir la forma en que se compone la comisión, pues se oponen a su conformación.
El sistema de papeleta única, donde se incluyen todas las alternativas y la más votada es la ganadora, se conoce como de pluralidad. El problema de la elección por pluralidad es que permite que alternativas minoritarias resulten electas.
Un caso ilustrativo es la elección de la FECH, donde este proceso es por pluralidad: la lista más votada gana. El año 2003, la derecha presentó una lista única (Gremialismo) frente a cinco listas de izquierda (Asambleas de Izquierda, JJCC, Juventud Socialista, Surda y MIR). Si bien la izquierda sumó más de dos tercios de los votos, ninguna de sus listas superó a los gremialistas. En consecuencia, la regla de pluralidad entregó la federación a la minoría.
En el caso del plebiscito, la papeleta única también podría dar el triunfo a la opción rechazo sin tener la mayoría de los votos. En un eventual escenario donde el rechazo obtenga más de un tercio de las preferencias –no del todo improbable, dada la votación histórica de la derecha– y que los votos entre las dos alternativas del apruebo sean similares, la primera opción podría resultar ganadora.
No obstante, esta es una objeción práctica que podría ser resuelta. Por ejemplo, se podría implementar una cédula electoral única con las dos preguntas que hoy van en papeletas separadas, pero donde el conteo para decidir el tipo de convención sólo incluyese a quienes aprobaron. Estratégicamente, este es el voto ideal para quienes prefieren la alternativa apruebo comisión constituyente, dado que un gran número de “rechazadores” parece preferir la comisión mixta.
Sin embargo, hay importantes razones normativas que se oponen a la supuesta justicia y coherencia de esta cédula única. El argumento de que quienes rechazan no pueden elegir el tipo de comisión olvida que típicamente los ciudadanos tienen preferencias políticas sobre alternativas que no necesariamente son sus favoritas. Esta es, por ejemplo, la justificación de la segunda vuelta presidencial, donde muchos electores deben votar por candidatos que no son sus predilectos. El hecho de que alguien no quiera cambiar la Constitución no significa que no tenga opinión respecto a cuál sería la mejor forma de hacerlo, en caso de que se cambie.
De hecho, resulta difícil justificar que se niegue a quienes rechazan el derecho a elegir la forma de la convención en abril, pero sí puedan elegir sus integrantes en octubre. ¿Por qué quienes no quieren cambiar la Constitución tendrían el derecho de elegir a quienes se encargarían de hacerlo? Ciertamente, esto es llevar el argumento al extremo, pero ilustra el principio de exclusión que se esconde detrás del mismo.
Finalmente, el mejor mecanismo hubiese sido implementar dos elecciones secuenciales: una para definir aprobar/rechazo y otra, un par de semanas después, para decidir mixta/constituyente. El sistema actual de dos papeletas incorpora el concepto de segunda vuelta instantánea utilizado en algunos países anglosajones, lo cual lo hace equivalente a esta votación secuencial. Pero las elecciones separadas habrían sido más sencillas, y el debate habría sido más focalizado en cada una de las preguntas, incentivando la participación ciudadana. En este caso, la segunda elección tampoco habría excluido a quienes votaron rechazo en la primera. En ausencia de este mecanismo secuencial, las dos papeletas son el mejor sistema de elección posible.
El estallido social mostró la incapacidad de nuestra democracia para procesar y resolver de forma pacífica las demandas de la ciudadanía. En los últimos meses se ha vuelto evidente el fracaso de un sistema político excluyente, diseñado por los mismos sectores que hoy llaman a rechazar las reformas institucionales. Necesitamos entonces más participación, no menos. Debe ser la mayoría ciudadana, sin exclusiones, quien decida si cambiar o no la Constitución de Pinochet. Y esa misma mayoría debe decidir el papel que tendrá la clase parlamentaria en la redacción de la nueva Carta Fundamental.
Esta Columna fue originalmente publicada en «El Mostrador«. Revisa el enlace aquí.