El debate electoral y constitucional ponen en el tapete la discusión entre la “política” (entendida como la decisión democrática de las metas y objetivos a alcanzar), los “políticos” (que articulan esos objetivos) y los “técnicos” (llamados a implementar de la mejor manera esas metas).
Los múltiples objetivos de las sociedades muchas veces conllevan inevitables “trade-off”, es decir, por cumplir un objetivo se perjudica otro. Queremos un consumo alto pero una inflación baja. Queremos proteger nuestro medio ambiente y también queremos mayor empleo y salarios. El proceso democrático y las instituciones pertinentes entonces deben acomodar estos objetivos e indicar un procedimiento para sopesar las distintas metas e implementar políticas públicas consistentes.
Existe una fundada desconfianza respecto de cómo implementar políticas de largo plazo sin la tentación cortoplacista de la próxima elección, y por ello, se propone la autonomía de distintos organismos. En este sentido, los bancos centrales son un icono internacional en donde la autonomía evita la práctica, rentable en el corto plazo, de imprimir billetes sin límite y que a la larga implica una dañina inflación para la sociedad.
Obviamente, esta tentación de alterar decisiones por presiones de los “políticos” también ocurre con nuestras autoridades medioambientales encargadas de hacer una evaluación objetiva de proyectos de inversión, o las autoridades que deben fiscalizar distintos sectores sensibles a nuestros votantes y clase gobernante.
En todos estos casos, la autonomía es una solución. Una autoridad autónoma es elegida por el sistema democrático pero que una vez electa, se mantiene por mucho tiempo con una independencia (también económica) que le permite implementar las políticas de largo plazo que la sociedad le encarga, sin la presión permanente de la autoridad de turno o del lobby de distintos sectores.
A mi juicio, el Banco Central ha sido exitoso en la labor que se le encargó: la de reducir la inflación y mantener la estabilidad financiera. Sin duda, la sociedad tiene la facultad soberana de cambiar esos objetivos, pero eso no implica que la autonomía no sea necesaria para implementar, cualquiera sea, la política de largo plazo encargada.
La misma lógica aplica a las Superintendencias que deben velar por el correcto funcionamiento de distintos mercados y sectores, para los distintos evaluadores de políticas ambientales, para definir las cuotas de pesca y un largo etcétera. En este grupo, es necesario mencionar explícitamente al Instituto Nacional de Estadísticas y la Fiscalía Nacional Económica como instituciones fundamentales, cuya autonomía a nivel constitucional les permitiría ejercer sus atribuciones en forma cabal y con presupuestos que no estén expuestos al vaivén de las próximas elecciones o las encuestas del fin de semana.
Este artículo fie originalmente publicado en El Mostrador y el Dínamo.