Qué duda cabe que la idea de una educación que empareje la cancha es loable y, a su vez, ha de ser un objetivo a lograr. Oponerse a los principios que subyacen a esta idea es de alguna manera aceptar la coexistencia de ciudadanos privilegiados y otros sin tales privilegios. Lo anterior no tendría nada de malo, si la calidad de la educación fuese tal, que permitiese a todos desempeñarse como ciudadanos capaces de integrarse a la vida productiva en un mundo que muta velozmente. Lamentablemente, la calidad de la educación dista mucho de asegurar aquello.
La idea de una educación de calidad con el fin de “emparejar la cancha” tuvo como resultados sendas reformas a la educación en todos sus niveles. Lamentablemente, algunas de ellas parecen haber sido diseñadas con pretensiones simbólicas, más que con la sincera intención de proveer educación de calidad a todos.
La política de gratuidad en educación superior nos aleja a pasos agigantados del objetivo enunciado, ya que ha resultado, como era de esperar, en una elitización del sistema universitario, con unas pocas universidades de élite para la actual élite, y otras para el resto; ha convertido a los rectores en lobistas del Estado, para poder cubrir los déficits resultantes de esta política; y ha creado un inconsciente colectivo que postula a la universidad como la única forma de movilidad social posible.
La política de admisión a los colegios no particulares pagados, aunque perfectible, es claramente un acierto. Cabe preguntarse por qué ella, cuyo objetivo era el acceso equitativo a la educación, ignoró por completo los colegios particulares pagados. Esto tiene consecuencia en una mayor segregación: educación particular de élite, para la élite, y educación de mala calidad, pero igualitaria, para el resto. La política de eliminación del copago parece tener por objetivo satisfacer una de las demandas de la calle más radicalizada, que lograr una mejoría en la calidad y equidad.
Los costos monetarios de estas políticas son altísimos y los resultados son hasta ahora contrarios a los esperados. Este gasto excesivo dejó sin recursos a la educación preescolar. Esto implica que muchos niños llegan a la educación básica con deficiencias importantísimas, mientras otros que sí tienen acceso a ella llegan con competencias ya desarrolladas. A esto sumamos que la falta de provisión de ésta obliga a muchas madres a restarse del mercado laboral formal, con lo que la precariedad y las inequidades iniciales se perpetúan.
En suma, convertimos una idea loable en una política pública que perpetúa la inequidad. Quizás la trampa estuvo en creer que oponerse a los principios que subyacen al ideal de educación de calidad, implicaba aceptar la coexistencia de ciudadanos con y sin privilegios. Creyeron que era mejor avanzar en aspectos simbólicos, sin importar que las consecuencias fuesen justo las contrarias a las deseadas.
**Fotografía: La Tercera
*Esta columna de opinión fue publicada originalmente en Voces de La Tercera.